Vivimos en sociedades humanas en las cuales las personas de toda condición social y trasfondo cultural están buscando, desesperadamente, orientación y consejo para tener una vida más saludable en el mundo cambiante de estos días. La proliferación de brujos y adivinos en las calles y en los programas de televisión, las personas que leen las manos y la lectura de horóscopos, son señales claras de la existencia de múltiples necesidades que tienen los seres humanos, cualquiera sea su trasfondo social, cultural o religioso. Cabe, entonces, la siguiente pregunta: ¿En qué se diferencian las palabras y los consejos de brujos y adivinos de los consejos bíblicos como la exhortación a orar siempre, incansablemente y sin desmayar? (Lc 18.1).
La oración, para un discípulo de Jesucristo, es una disciplina espiritual necesaria y vital en su comunión con Dios, así como en el cumplimiento de su misión en el mundo. En otras palabras:
La oración es el corazón de la vida cristiana. Es mediante ella
que nos comunicamos con Dios, y también es frecuentemente
a través de ella que Dios se comunica con nosotros. La oración
no es solo un hablar, sino también un escuchar; no es solo un
pedir, sino también una entrega; no es solo una meditación,
sino también una alabanza; no es solo una práctica, sino
también un misterio; no es solo una devoción, sino también
un ministerio (González 2019: 7).
Así lo comprendió el apóstol Pablo y, por eso mismo, les dio este consejo a los discípulos de la ciudad de Tesalónica: Orad sin cesar (1Ts 5.17). Su consejo fue claro, preciso y directo. No se trataba de un consejo pasajero, ocasional, improvisado, o de un mandato temporal. No dependía tampoco del estado de ánimo cambiante de los discípulos ni del tiempo del que disponían para dedicarse a la práctica de esta disciplina espiritual. La palabra “orad” indica que se trata de un mandato, de una ordenanza, de un imperativo en el que no hay lugar para las dubitaciones ni las postergaciones.
El mandato de orar que el apóstol Pablo dio a los discípulos de Tesalónica se refuerza en su segunda parte, pues ahí se indica que la oración debe ser continua. Las palabras “sin cesar” indican que la oración tiene que ser una práctica perseverante, permanente, impostergable. El consejo apostólico enfatiza, entonces, que la oración no es opcional o secundaria para la vida cristiana. Es una disciplina espiritual que debe estar incorporada como una marca característica del seguimiento a Jesús.
En síntesis, para los discípulos de Jesús de Nazaret, la oración perseverante, “sin cesar”, es una exigencia cotidiana. Sin embargo, no se trata de un mandato en el cual se les pide a los discípulos que permanezcan orando cada hora, cada minuto y segundo del día, dejando a un lado cualquier otra ocupación, Se trata, más bien, de tener siempre un espíritu de oración, así como la disposición de orar en todo tiempo, indesmayablemente, reconociendo de esa manera su dependencia del Señor.
La enseñanza bíblica respecto al lugar fundamental, central, medular, que tiene la oración en la vida de los creyentes es abundante. En el Antiguo y el Nuevo Testamento encontramos tantos ejemplos de oración como la mención de las circunstancias en las cuales los creyentes elevaron su clamor a Dios. Una clara muestra es la oración registrada en el salmo 42:
Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas,
así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed
de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré y me presentaré
delante de Dios? Fueron mis lágrimas mi pan de día y de
noche. Mientras me dicen todos los días: ¿Dónde está tu
Dios? (Sal 42.1–3).
En el Antiguo Testamento se subraya que la oración es un elemento clave de la fe bíblica. Las experiencias de Ana, la mamá del profeta Samuel (1S 2.1–10), del rey David (Sal 51.1–19) o del rey Asa (2Co 14.11), son suficiente evidencia.
En el Nuevo Testamento se trata insistentemente el tema de la oración haciendo uso de ejemplos (Fil 1.3–11; Hch 12.5), parábolas (Lc 18.1–8) o demandas específicas relacionadas con la responsabilidad de orar siempre (1Ti 2.8; Stg 5.16).
Todos estos ejemplos de oración indican que, mediante la práctica de la oración, los discípulos confiesan la soberanía de Dios, afirmando así que únicamente Él controla todo el universo, y que Él tiene la última palabra en la historia. Confiesan su fe en Dios como Creador de todo lo que existe y dueño de todo el universo. Confiesan que Él es el Señor de la Historia, afi rmando de esa manera que las autoridades temporales tienen solamente un poder conferido o delegado, ya que el poder último lo tiene únicamente Dios. Confiesan que Él se comunica con los seres humanos y actúa en el terreno de la historia.
Así se puntualiza en la oración comunitaria de la primera generación de discípulos que Lucas registra en Hechos de los Apóstoles, una oración relacionada o conectada con una amenaza concreta que ponía en riesgo su vida y su testimonio público:
… alzaron unánimes la voz a Dios, y dijeron: Soberano
Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra, el
mar y todo lo que en ellos hay; que por boca de David tu siervo dijiste: ¿Por qué se amotinan las gentes, y los
pueblos piensan cosas vanas? Se reunieron los reyes de
la tierra, y los príncipes se juntaron en uno contra el
Señor, y contra su Cristo […] Y ahora Señor, mira sus
amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo
hablen tu palabra mientras extiendes tu mano para que
se hagan sanidades y señales y prodigios mediante el
nombre de su santo Hijo Jesús (Hch 4.24–26, 29–30).
Los discípulos tienen, entonces, en la oración el combustible espiritual que necesitan para caminar con confianza en medio de las adversidades de la jornada cotidiana. La oración es para ellos una fuerza espiritual que los poderosos de este mundo no pueden secuestrar ni manipular a su antojo, y que los impulsa a proclamar en todas las realidades sociales, culturales, políticas y religiosas, su fe inquebrantable en Jesús de Nazaret encarnado, crucificado y resucitado. Una fe que nunca debe depender ni depende de las circunstancias materiales en las que se encuentren ni tiene que ser frenada por las intimidaciones veladas o abiertas del poder político, religioso, económico o militar.
Los discípulos deben comprender, entonces, que una oración conectada con los problemas concretos de la realidad histórica, tiene que ser una oración inteligente y comprometida, antes que un monólogo sobre las necesidades materiales de los discípulos o la expresión de una fe religiosa confinada a la esfera privada de la vida y, por lo tanto, incapaz de afectar las estructuras de poder que oprimen a los seres humanos.
Notas:
González, Justo L. 2019. Padre Nuestro: La oración que el Señor nos enseñó. Editorial Mundo Hispano.
Tomado del libro El Padrenuestro de Darío López R.
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