vinoth ramachandra
LA LOCURA DE LA CRUZ
20 de marzo de 2020 | 0 Comentarios

Desde el principio, el mensaje cristiano ha sido desagradable, incluso ofensivo. En el Imperio romano, aunque era muy común, todo el mundo coincidía en que la crucifixión era horrible y repulsiva. Era cruel y degradante; normalmente, la víctima recibía latigazos y era torturada antes de que la ataran a una cruz colocada en un cruce transitado como elemento disuasorio para las masas. Era la forma de morir más humillante del mundo antiguo: el castigo reservado para los esclavos rebeldes y para los que hoy llamaríamos “terroristas” contra el Estado. Un ciudadano romano no podía ser crucificado. Los romanos ni siquiera hablaban del tema: hacían como que no existiera. El senador y gran orador Cicerón declaró que “la palabra ‘cruz’ no solo debía evitarse en presencia de un ciudadano romano, sino que este debía alejarla de sus pensamientos, de su vista y de sus oídos” [1]. La crucifixión no solo era una forma de acabar con la víctima, sino también de borrar su recuerdo. Un hombre crucificado nunca había existido. Esa es la razón por la que ningún historiador de la antigüedad presta atención a la crucifixión.

En un mundo como ese encontramos a un grupo de hombres y mujeres que van por todo el imperio romano anunciando que entre esos “nadie” crucificados, olvidados, hay uno que es nada menos que el Hijo de Dios, el salvador del mundo.

Nunca insistiré suficiente en la locura de ese mensaje. Si querías ganar a la gente piadosa y culta del imperio para tu causa, fuera esta la que fuera, lo peor que podías hacer era relacionar dicha causa a un hombre que recientemente había sido crucificado. Por decirlo de un modo suave, hubiera sido una terrible catástrofe de relaciones públicas. Y relacionar a Dios, la fuente de toda la vida, con ese criminal crucificado, ¡era una invitación a la burla y la incomprensión total! Esa fue, ciertamente, la experiencia de los primeros cristianos.

Ese mensaje, si era cierto, subvertía el mundo de la religión. Porque afirmaba que si querías saber cómo era Dios, y cuáles eran sus propósitos para el mundo, no tenías que recurrir a los sabios, a las especulaciones ambiciosas de los filósofos o a los numerosos templos religiosos, sino a una cruz a las afueras de Jerusalén. El mundo de los primeros cristianos era tan pluralista como el nuestro, sino más, en lo que se refiere a la cultura y a la religión. Pero para los judíos, un Mesías salvador crucificado era totalmente contradictorio, ya que no expresaba el poder de Dios sino su incapacidad para liberar a Israel de la dominación romana. Para los romanos y los griegos piadosos, la idea de que un dios o hijo de dios muriera como criminal, y que la salvación de la humanidad dependiera de ese suceso histórico, no solo era ofensiva, sino que era una auténtica locura.

El panteón romano era muy hospitalario, normalmente dispuesto a albergar a cualquier nueva deidad de un modo similar al del hinduismo. El culto público al emperador era una forma de preservar el pluralismo religioso del imperio. El nuevo movimiento cristiano habría sido bien recibido si se hubiera conformado con ser una secta privada más entre el sinfín de sectas que había en el imperio. Los primeros cristianos rechazaron ese ofrecimiento. Para ellos, Jesús no era un hombre deificado, tal como los emperadores nombrados por el senado como divinidades, ni tampoco era un héroe mitológico, como Hércules.

Este mensaje, si era cierto, también subvertía la política. Proclamaba que la salvación de Roma vendría de aquellas víctimas olvidadas del terror de Estado. El césar mismo tendría que arrodillarse ante aquel judío crucificado. Significaba que, por crucificar al Señor del universo, la tan aclamada civilización romana estaba bajo condenación. La pax romana era una paz falsa. Como todos los proyectos imperiales, se había levantado a costa del sufrimiento de muchos. Y Dios había escogido estar entre las víctimas, no entre los constructores del imperio. No es de extrañar que los romanos cultos de la época tacharan las buenas noticias de los cristianos (euangelion) de “superstición peligrosa”.

Ahora bien, la locura de esta “palabra de la cruz” es la que nos obliga a tomarla en serio. Yo soy cristiano porque el evangelio cristiano tiene tal punto de locura, de absurdidad, de mundo al revés que me intriga e inquieta: suena a verdad. Nadie puede decir que fue una invención de algún santo, ya que iba en contra de cualquier noción de piedad. Y no ganabas nada. Todos los que lo profesaban, sufrían a causa de él.

Notas

[1] Cicerón, Pro Rabirio V.16, citado en Hengel, Martin: The Crucifixion of the

Son of God [La crucifixión del Hijo de Dios]. Londres: SCM, 1986, pág. 134.


Tomado del libro Compromisos subversivos, de Vinoth Ramachandra.


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